De pequeña me crié en un barrio de una preciosa ciudad, Rosario, Argentina. Con una tele en blanco y negro, sin teléfono (hasta llegada mi adolescencia), sin ordenador y sin un montón de cosas que hoy parecería imposible no tener para le existencia cotidiana... En cambio tuve árboles, hamacas, casitas de juguete en lo de mis amigos, gatos, perros, arco iris, charcos, barro y lluvia… Confieso que he tenido una infancia feliz.
En casa no se gastaba por gastar, más bien todo lo contrario. La ropa iba pasando de uno a otro, entre hermanas o primas, y había que mucho para compartir. Tampoco nos íbamos de vacaciones, como mucho un fin de semana al campo de algún pariente, a correr a nuestras anchas, o ordeñar alguna vaca o a dar de comer a las gallinas. Quizá por eso nunca me ha llamado tanto la atención el estar consumiendo sin más. A diferencia de muchas amigas, no me gusta ir a los shoppings o centros comerciales, no me gusta ir de compras (a veces voy por que no me queda otra y me doy cuenta que mi armario da pena). Hoy el consumo se ha vuelto una práctica diaria en exceso casi imposible de frenar. Estoy segura que podemos vivir con menos y mejor: reducir el consumo y reducir los desechos que generamos y de tomar conciencia de nuestros hábitos de consumo actuales para poder cambiarlos.
Cada día tenemos la oportunidad de elegir qué, dónde, para qué y a quién darle nuestro dinero. Es un acto sumamente importante, aunque de hacerlo de una forma tan cotidiana no lo parezca. Mis compras no son realizadas espontaneamente. Lo cierto es que desde hace un tiempo he decidido consumir menos y en lo posible directamente de manos de quienes producen o prefiero los pequeños almacenes de barrio, los mercados y las ferias.
Ya no me guío únicamente
por el parámetro del precio-calidad. A la hora de consumir analizo también el
origen, el impacto ambiental y social. Me importan sobre todo lo que consumiré ya que
mi cuerpo y mi salud son una de mis pautas primordiales.
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Las Penélopes